Novela 2025
Aquel día Pablo había llegado muy tarde de trabajar. Casi eran las dos de la madrugada y el día no le había dado tregua. Decidió no pensar. Abrió una botella de agua con gas, cortó un trozo de limón, y sacó del bolsillo una pastilla para dormir. Vale, no era una, eran dos. Bueno, no eran dos, verdaderamente eran tres. Pero gracias a eso, consiguió dormir casi veinte horas seguidas.
Por eso este silencio. Por eso, ahora en escena, no hay nada que decir, ni siquiera se percibe un solo pensamiento. Solo se escucha de fondo una canción en inglés. De Billie Eilish. Sí, bad guy. Pablo había marcado en su aplicación que la canción sonase permanentemente para quedarse dormido con ese tono, con ese ritmo en clave de sol menor y con ese latir permanente que funciona como el ruido blanco para que los niños dejen de llorar y duerman. Pero para Pablo el problema no era llorar, lo que realmente trataba de conseguir era no pensar.
Desde que habían comenzando los cambios sociales tras la pandemia, eso que algunos llamaban “la nueva normalidad”, eufemismo que, sin darnos cuenta, nos acercaba peligrosamente a las sociedades totalitarias, a los discursos totalitarios, todo se había ido extremando, todo se había ido desquiciando. Sí, podríamos haberlo percibido si hubiésemos tomado distancia, si nos hubiésemos apartado un poco del árbol, para poder ver el bosque. Ocurre que, siempre es así. Cuando en los diarios de Azaña lees que en plena guerra civil el gobierno democrático republicano estaba convocando premios de teatro, o preparando el aniversario del Jardín Botánico de Madrid, en lugar de intentar ganar una guerra, puedes comprender lo que significa la miopía histórica del presente.
Pues bien, la pandemia del Covid-19 funcionó del mismo modo. Nadie, o casi nadie, claro, se percató de que con este fenómeno mundial entrábamos en el siglo XXI, en el segundo milenio de nuestra esplendorosa época. Bauman ya había hablado de ello de un modo un tanto esotérico cuando teorizaba la modernidad líquida, de la realidad líquida. Aunque para acabar con la modernidad, con los derechos y libertades, con el valor del ser humano que se construyó con la revolución francesa y americana, necesitábamos algo más tangible y menos esotérico que la idea de liquidez, y millones de muertos en todo el mundo por una enfermedad común a toda la especie humana fue una gran piedra de toque.
Y así, la sociedad mundial, centrada en combatir la enfermedad, aceptó dejar de lado los derechos y las libertades de los seres humanos, dejar de respetar su dignidad, y la igualdad de todos los individuos, y sus ideologías, y sus formas de entender la realidad. Aceptó incluso que la democracia, y la participación de la ciudadanía, hasta la cultura, se considerasen secundarias. Todo por un bien mayor, salvarnos de la pandemia.
Tres años después, todo se ve tan claro que asusta. Pero ya es demasiado tarde. Ahora vivimos en una distopía, en un infierno inimaginado, y los estados no son totalitarios, el mundo es totalitario y sus estructuras, y sus engranajes. Ahora muchos, para dormir, tienen que tomar pastillas, para aguantar tareas que se alejan de lo que habría de ser una sociedad normal, y en el que a cada momento se hace más difícil mirar para otro lado. Como le ocurre Pablo. Mientras tanto, sigue sonando la canción Billie Eilish, en la primera versión, en clave de sol menor a ciento treinta y cinco latidos por minutos durante un tiempo indefinido, cuando Pablo pensamos que dormirá para siempre.