La aritmética del amor (capítulo 13)

Novela 2025

Y Camilo contestó.

-Hola Silvia, cómo estás? Qué bueno saber de ti. 

Había pasado un largo segundo de silencio antes de su contestación. Durante ese instante Silvia tuvo tiempo para pensar que se había precipitado llamándolo. Había tenido esa extraña sensación que tenemos a veces cuando sentimos que algo no está yendo bien. Es difícil de explicar, y no hay forma de demostrarlo, pero cuando eso ocurre, no sabes muy bien por qué, sientes esa extraña sensación. Pero no.

Lo había conocido de casualidad, y a ella él le cayó bien, muy bien. Después del viaje juntos en coche desde Madrid al principio de la pandemia, del intercambio de experiencias, de confidencias, de sensaciones, ella había descubierto a Camilo, y había sentido que podía ser alguien importante en su vida.

Sí, seguía con Pablo, pero desde aquel viaje todo había cambiado. Ahora, la percepción de lo que sentía por Pablo, era inversamente proporcional a lo que estaba empezando a sentir por Camilo. Era un juego de simetrías. Pablo valía 9 y Camilo 1, y a medida que Silvia se empeñaba en percibir distinto a Camilo, uno subía y el otro bajaba. Ahora Pablo valía 7 y Camilo 3, y cuando volvían a hablar o se cruzaban mensajes este proceso se iba agudizando. No era nada racional, era solo una pulsión por la que Silvia quería dejarse llevar. El día que se marchó, en esa aritmética perversa, Pablo valía a penas 1 y Camilo 9. Era como un espectro que se había ido extendiendo por todo el imaginario de Silvia. Y Pablo no entendía nada. Sí, era un hombre inteligente, y sin embargo no entendía nada.

Camilo tampoco entendía nada. Estaba demasiado enfrascado en su vida para comprender la actitud de Silvia. Estaba bien, se sentía cómodo, pero la cosa no pasaba de ahí. Él tenía una familia y un trabajo destrabajo que con la pandemia centralizaba todos sus esfuerzos, y ella estaba allí, sí, como tantas otras, aunque con un desmesurado interés que no parecía fundamentado, por lo menos en la disposición de Camilo. Pero, en fin, eso era cosa suya, y todos somos adultos. Silvia, por el contrario, no percibía esa sensación en Camilo. Si acaso, veía que estaba algo distraído o, tal vez, demasiado ausente para ella. Era comprensible, el mundo se resquebrajaba y todos teníamos que arrimar el hombro, y Camilo no estaba para esas tonterías, porque se preocupaba por los demás. Por el contrario, a Pablo el mundo le era indiferente, y pasaba de todo. Y era el enemigo. Estaba con el poder establecido y con una autoridad que ya no era autoridad sino tiranía.

Tuvo gracia comprobar cómo ese amable jefe del Estado, Felipe, el hijo de Juan Carlos, se había revelado como un dignatario de una agresividad desproporcionada, hasta caprichosa. Ya lo decía mi abuelo, el que es fascista siempre es fascista, y la monarquía francesa, que ahora era española, sabía mucho de eso. Desde Fernando VII hasta nuestro jefe del Estado actual. Curiosamente, ahora cuando Felipe aparecía en los medios presidiendo el Directorio Militar, siempre lo hacía vestido de militar, y quizás por eso acabamos por tomarle simpatía a su mujer, una arribista como tantas otras, como tantos otros, pero que, en estos tiempos tan difíciles, podíamos sentir la expresión del terror marcado en su cara, la angustia ante estos actos salvajes que tenía que contemplar, o justificar. 

Silvia aún podía recordar aquellas imágenes en televisión, cuando todavía funcionaba, y en la que se inauguraba un proyecto de integración en la España vacía, en la Galicia vacía. Las vacunas habían producido en un porcentaje importante de casos infertilidad, lo que amenazaba acabar con nuestra civilización, y con nuestro país si el Estado no tomaba cartas en el asunto. El proyecto social liderado por Antón Vallejo-Nágera, el cuarto psiquiatra de una familia de psiquiatras, y que era alguien, así como una especie de Mengele pero a la española, prometía acabar con el problema. Juntaba en una aldea que se había quedado vacía, a un grupo de hombres y mujeres sin pareja, y con independencia de su orientación sexual, les daban un plazo para intimar y tener hijos. Se les inyectaban las correspondientes hormonas y medicamentos contra la fertilidad. Si en ese plazo no lo hacía, eran echados al monte como si fuesen animales, y los que se quedaban en la aldea, en el experimento sociológico, recibían incentivos para mantenerlos a raya. El más importante, el del hambre, porque no les daban nada de comer, como forma de incentivar su lado natural y de conservación de la especie. Además, había otra norma, si las mujeres no se quedaban embarazadas, también eran tiradas al monte por fallidas, pero ellas no eran comidas, claro, si no que las utilizaban como esclavas sexuales.

Mientras tanto, el equipo médico hacía pruebas para intentar que las parejas y los embarazos funcionasen. Y Silvia recordaba todavía la imagen aterrada de Leticia cuando le impusieron las primeras bandas a las parejas que se unieron y tuvieron hijos. Era la viva imagen del miedo, del terror. Felipe estaba como siempre, marcial, hierático, como si la cosa no fuese con él. Solo un ligero brillo de orgullo se reflejaba en su rostro, como con el discurso del 1 de octubre, por el tema catalán. Todos también pudimos verlo. Leticia estuvo casi un mes sin salir en televisión. En Casa Real, a través del Directorio Militar indicaron que estaba indispuesta con un leve pero molesto problema de salud.

Silvia recuerda la conversación con Camilo compartiendo todo esto, mientras con Pablo apenas podían hablarlo porque discutían. Es cierto, no lo había intentado demasiado. Pero qué importaba. Lo importante es que allí estaba Camilo, esperando por Silvia. Por lo menos así lo pensaba ella, y en la aritmética del amor, con eso bastaba.

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