Matar a Felipe sexto (capítulo 8)

Novela 2025

Recogió las cosas y las metió en una bolsa de tela de color marrón que una enfermera le entregó sin mirarle siquiera la cara cuando le estaba quitando las vías. Al salir, sin girarse, le dijo:

–Tiene media hora para abandona el hospital.

Y cerró la puerta.

Camilo, que aún estaba un poco desorientado, calculaba mentalmente cuánto tiempo le podría llevar salir del edificio.

–Imagino que no más de 15 minutos. Estoy en el décimo piso y si voy por las escaleras no creo que tarde demasiado. Si funcionan los ascensores puedo arriesgarme, pero el problema sigue siendo siempre el de los cortes de luz, porque entonces la cosa se complica.

Recogió todo con la convicción de que lo más seguro era bajar por las escaleras. Esta convicción lo acompañó el tiempo que tardo en empezar a caminar y a sentir la dificultad de bajar las escaleras soportando un extraño dolor que no podía saber en qué parte del cuerpo se originaba. Era un dolor sordo, intenso, y que le recorría de arriba abajo a cada paso.

–Tal vez pueda tomar el ascensor, se dijo a si mismo.

Miró hacia los cuatro agujeros donde hace algún tiempo podía encontrarse el hueco de un ascensor como de doce personas, de aluminio gris y con cristales pulidos, pareados en grupos de dos, a cada lado del pasillo. La realidad ahora era otra. Los habitáculos estaban sucios y los cristales estaban golpeados, como si alguien hubiese tirado piedras contra ellos. Los leds apenas iluminaban con un tono amarillo pálido, como si se fuese diluyendo la luz en la interior del habitáculo. También tenían el suelo mojado, y podías sentir un incómodo olor a lejía o a algo semejante.

Respiró hondo y decidió entrar en el que parecía estar en mejor estado. Entró, y tuvo la misma sensación que cuando estás encima de un colchón de agua, costaba mantener el equilibrio. Pero era un ascensor. Con un gesto instintivo salió.

–Estaba claro porque era el que tenía mejor pinta. Era el más peligroso y el que estaba más nuevo, porque nadie lo había utilizado, justamente por esa razón. Estaba claro.

Asumiendo la decisión de salir del ascensor y bajar los diez pisos, Camilo se acercó a las escaleras. Se puso un guante que guardaba en la bolsa y se fue apoyando en la barandilla. Como mecánicamente intentando no pensar en el dolor, se movía rápidamente mientras arrastraba los pies en cada paso descendido. Inconscientemente, empezó a contar sus respiraciones. Para olvidar el dolor. Para olvidar.

Y la mente le recordó las llamadas, los mensajes por recibir, por escribir. Con todo, hasta más tarde, hasta el pico de conectividad no merecía la pena ni preocuparse. Piso diez.

Recordar cómo empezó a torcerse su trabajo. El día del anunciante desconocido, y del encargo de publicidad para varias hojas del periódico, en papel y en la red. Dijo que mandarían más tarde el archivo, pero como había pagado por adelantado nadie se preocupó. El día anterior por la mañana mandó el anuncio y el comercial lo metió en la hoja. Todo normal. Piso séptimo.

Ocurre que ahora siempre trabajamos en red, así que los periódicos están un tanto expuestos, pero, en el fondo, tampoco son tan importantes a priori como para recibir pirateos. El caso es que, a las cinco de la mañana del día siguiente, a la hora de la actualización del periódico en la red, y en el periódico impreso que nadie se preocupó en mirar en serio, salvo los viejos, aparecía media página con una imagen del jefe del Estado y debajo una frase que todavía resonaba en su mente: Matamos a Felipe sexto? Piso cuarto.

Lo que vino después fue un cataclismo. Despidos en el periódico, dimisiones e investigaciones, Y un proceso judicial en el que se nos acusó a algunos, que no a todos, yo no sé muy bien por qué, de apología del magnicidio, y fuimos llevados varios a la Audiencia Nacional en plena pandemia. Y madre mía la que se montó en las redes. Nunca se había visto nada semejante. De hecho, tiempo después, supimos que había sido una plataforma, una red social que había cambiado su nombre, con el único interés de politizar la sociedad y vender más publicidad. Solo eso. Había sido cosa del algoritmo de comportamiento, que ponderaba los beneficios de esa publicidad y la contrato. No había ninguna motivación política. Solo era una cuestión de negocio. Y vaya que fue un negocio. 

Camilo miro el reloj y vio que acababan de pasar veinte minutos. Y ya estaba en el primer piso. Perfecto.

Se acercó con un gesto de satisfacción al torno del vestíbulo del hospital, y acercó su brazo, donde llevaba un adhesivo con un código QR. El lector del torno lo leyó, y una voz automatizada le indicó que acababan de cargarle en su cuenta personal los costes de hospitalización, sin que hubiese ningún tipo de recargo por atrasos en la salida del centro médico.

Era un día gris, y la calle estaba casi desierta. Al fondo, un par de viejos caminaba muy despacio, ante la mirada atenta de una pareja de policías armados. Sí, esto era ahora la nueva normalidad.

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